Siempre que pensaba en una playa y un niño, la imagen que mi cerebro me regalaba era de ternura y alegría.
Sensaciones que he sentido con mis hijos al verles disfrutar del mar, de las olas, de la arena… Supongo que todos los que lean esto y son padres me comprenderán muy bien.
Desde hace dos días esa imagen se ocultó para dar paso a otra que me produce una inmensa tristeza y me tiene conmocionado. ¡Tres años! Una edad donde un niño solo debe jugar y ser feliz. Una edad donde los besos y las caricias deben de ser interminables. Una edad donde las sonrisas deben serlo todo. ¡ No es una edad para morir! ¡No puede ser!
Pero allí estaba, ese pequeño e indefenso cuerpo tumbado sobre la arena y acariciado por las olas que llegaban a la orilla; parecían las únicas que entendían la tragedia y trataban de consolar a la vida que no estaba. Nada más que el mar y el silencio en una elegía natural y desgarradora. Después una foto que inmortaliza el horror.
Ahora entiendo mejor a M. Luther King cuando decía, “no me preocupa tanto la gente mala, sino el espantoso silencio de la gente buena”.
Por eso no quería quedarme en silencio; por eso quería desanudar el pañuelo que tantas veces me sirve para ponérmelo en el corazón y así impedir darme cuenta del horror que muchos seres humanos están sufriendo estos meses.
¡Gritemos! Por una vez, no nos quedemos en silencio. Que al menos la ternura, que incluso muerto despertaba ese pequeño, no se nos vaya por los desagües de nuestra vergüenza.
Y a ti, a esa vida que ya no está, perdón por no luchar más.