Hace tiempo que me pregunto cuál es la razón real de la crisis que estamos padeciendo. He leído y escuchado muchas cosas a gente que le otorgo la autoridad necesaria para llegar a convencerme y, sin embargo, ninguno lo ha conseguido.
Quizá, sólo quizá, es porque nos da miedo, mucho miedo, mirar dentro y descubrir que, en realidad, hemos vivido encima de una gran mentira que nadie se atreve a destapar. ¿Por qué? Pues, sencillamente, porque nadie sabe como sustituir un sistema que está podrido en su base y que hace aguas por todos los rincones. Nadie sabe qué hacer y cómo restaurar lo que todos sabemos debe de ser restaurado.
Estamos perdidos, tan perdidos que lo único que intentamos es darnos la mano unos a otros para así sentirnos más seguros. Como niños que, ante la soledad, lo único que pueden hacer es llamar desesperadamente a sus padres para que les salven. El problema es que nos hemos quedado sin padres. Si no me creen observen la realidad y verán que no hay nadie que diga a la humanidad, “el camino es éste y así debemos actuar para recorrerlo”. Nos sobran palabras y nos faltan ideas.
Las quejas son todas pero nadie, de verdad, se mueve. La ambición, por un lado, y la desesperación, por el otro, atenazan cualquier posibilidad. Antes, hace décadas, lo solucionábamos matándonos unos a otros y empezando de nuevo. Hoy, por fortuna, ya no podemos pues supondría nuestra desaparición.
Soy consciente del sufrimiento de muchas personas en cualquier lugar del mundo y sé que debemos actuar dentro del sistema si queremos paliarlo. Sin embargo, eso no implica la parálisis que estamos viviendo. ¿Qué nos pasa?
Quizá nos gusta más la estrategia que los valores. Perdón, que nos compensa más la estrategia que los valores.
Padecemos una gravísima enfermedad llamada “Exitosis”, un virus muy contagioso y letal que acabará con las próximas generaciones si no encontramos rápido una vacuna. Lo produce una creencia arraigada en el cerebro humano que nos hace creer que el éxito está por encima de cualquier otro valor, es, por decirlo así, el valor supremo. Es decir, convertimos al éxito en el único mecanismo capaz de darnos el alimento sagrado para nuestras almas. Es más, ten cuidado si fracasas, si pierdes, si te equivocas, porque ese es el único pecado que nadie te perdonará. O ganas o pierdes, no hay más.
Hemos (lo digo en tercera persona porque todos hemos sido culpables) vendido, les hemos hecho necesitar cosas, a quienes no debíamos, a sabiendas del daño que provocábamos, pero si teníamos éxito y ganábamos fortunas con ello, éramos los héroes de la inmensa telenovela que triunfaba, ¡y triunfa!, en el mundo.
¿Y la ética? ¿Dónde están los límites? Nadie lo sabe y nadie los busca. Nos sigue dando miedo porque pensamos que hacerlo es poner encima de la mesa la única vacuna que acabaría con esta enfermedad pero cuyos efectos secundarios serían peores que la enfermedad misma; regresaríamos a la falta de incentivos para competir, al rechazo del esfuerzo por quitar recompensas grandes y rápidas o qué se yo… Nos da miedo mirar.
Legislamos para no volver a padecer los abusos derivados de estas situaciones pero vamos con tanto retraso que las cepas del virus ya están montando otros mecanismos para aprovechar que quienes legislan van siempre por detrás de ellos. Las estrategias se convierten en las diosas del reino y quienes las fabrican en los sumos sacerdotes. Da igual si éstas tienen o no implícito un comportamiento ético. Si tienen éxito son válidas.
La estrategia es la clave, el éxito es el fin.
Pues démosle una vuelta a la situación y propongamos a nuestros hijos que no dejen de esforzarse y de intentar conseguir hacer cosas que les proporcionen felicidad material e inmaterial pero que nunca, bajo ningún concepto, puedan salirse de un marco ético que ponga el éxito en su sitio y a la verdad, la equidad y a la honestidad, por ejemplo, muy por encima.
Quizá, sólo quizá, así tengamos una llave maestra para ser más felices.
No hay más camino posible que el de construir un nuevo entorno, un nuevo paradigma basado en sólidos valores que prioricen a las personas frente a las cosas, que sitúen la ética por encima del mezquino “todo vale ” , que releguen obsesión por el éxito individual en beneficio del logro colectivo, del éxito compartido. Unos valores que observen el esfuerzo y lo que ello implica frente a la cultura del resultado rápido y plácido sin velar por la armonía del conjunto y el crecimiento que el proceso del trabajo conlleva. El valor de la honestidad y la honradez frente a la ambición desmedida o el vergonzante lastre de la deuda contraída por favores pretéritos. El valor de la ayuda y apoyo a los que lo necesitan sin esperar nafa a cambio, sino tan solo la satisfacción de hacer lo que se debe.
El coraje y la valentía frente a los retos sobre el miedo a intentarlo, y el valor de encararse a la derrota haciendo de ella la mejor maestra. El valor de querer defender la libertad responsanle , justa y solidaria ante el atenazante yugo de los que jamás la han entendido ni facilitado.
Alguien podría entender iluso, cándido o naif el planteamiento expuesto,pero desde pequeño me enseñaron a perseguir mis sueños , trabajando con tesón y perseverancia, sin esperar a que me alcanzasen tan sólo por el hecho de mirar absorto las estrellas..
Invito a todos aquellos que quieran construir una nueva realidad a intentar día a día , segundo a segundo, con actos , palabras, escritos y perseverante proselitismo , contagiar, conseguir adhesiones, contribuir a facilitar, a empujar tozudamente para que las cosas sean diferentes y lograr así , lenta pero incesantemente un entorno mejor.
En mi caso, vivir , compartir esos valores, esa actitud y esa misión, constituyen la única herencia que podre dejar a mis hijos y a la sociedad que me acoge y a la que me debo.
Mil gracias por tu comentario Oscar. Como siempre acertado y brillante.
Un gran abrazo.
Juan Mateo.
Al menos construir con buenas palabras y correctas acciones hasta en el más mínimo detalle, y dejar las envidias a un lado.
Empezar de nuevo por el principio, por los pilares del edificio y no por la cúpula, si no hace falta tantos ártículos que quedan vacíos al final, retomar el camino perdido y adoptar los valores de toda la vida, la dignidad, el respeto de uno mismo, el coraje sano, las buenas intenciones, y no hace falta ser Vicente Ferrer.