Cuando eres capaz de llegar al corazón de alguien, eres capaz de transformar la realidad.

No sé que le pasa al mundo. No sé si esta situación es reversible porque ni tan siquiera el dolor y el sufrimiento de tantos millones de personas que mueren de hambre, o en las guerras injustas, o por las mafias asesinas… Ni tan siquiera eso nos toca el corazón lo suficiente como para exigir, a quienes están al frente de esta empresa llamada mundo, que cambien lo que haya que cambiar y consigamos un mundo más equitativo y con menos dolor.
Mi oficio, mi maravilloso oficio, es el de Profesor (lo escribo como debería escribirse siempre esa palabra, con mayúsculas). Mis alumnos en su mayoría son directivos, personas con responsabilidades sobre otras personas, sobre la vida profesional de otras personas, y puedo decir que, en general, son buena gente que quiere y desea hacer las cosas bien y conseguir que los proyectos en los que están merezcan la pena y les proporcionen felicidad. Sin embargo, hay una diferencia brutal entre lo que hablan, discuten y defienden en el aula y lo que ocurre después en la realidad. ¿Por qué esa diferencia?
Por cobardía y por desesperanza. Ni más, ni menos. Somos cobardes, muy cobardes, porque si algo no aceptamos es la sensación de ingravidez que nos proporciona el hecho de tomar una decisión que cambie las cosas y modifique el “statu quo” y nos deje sin ancla para resolver la realidad. No sabemos enfrentarnos a la incertidumbre sin que un vértigo inmanejable se apodere de nosotros. Y ahí nos atrapa el miedo y entonces decidimos seguir haciendo lo mismo para volver a tener sensación de gravidez. Que absurdo, ¿no?
Por desesperanza. Desesperanza que nos llega a través de esa creencia ridícula que vamos formando con los años y que nos indica que nuestro grado de influencia para poder cambiar las cosas es prácticamente nulo. Que los egos, la estructura y el sistema en general nos impide construir aquello que soñamos; que nunca podremos dejar de ser piezas minúsculas de un enjambre gigante dominado por fuerzas inescrutables.
Pasamos por la vida pero somos incapaces de abrazarla y acariciarla para así sentirla y poder ser parte esencial de la misma. No sabemos abrazar, no sabemos querer, no sabemos amar lo que de verdad nos importa porque si lo hiciésemos muy pocas cosas serían capaces de frenarnos.

Lo más probable es que hayamos dejado de hacer algo que es lo único capaz de cambiar el mundo. Hemos dado la espalda al corazón y nos hemos centrado en el cerebro. Lo material frente a los sueños. La razón frente a las emociones. Lo cierto frente a lo incierto.
“Por los locos, los marginados, los rebeldes, los problemáticos, los que son piezas redondas en agujeros cuadrados, por los que ven las cosas de una manera distinta. A los que no les gustan las reglas, a los que no respetan el “statu quo”; puedes citarlos, discrepar de ellos, ensalzarlos o vilipendiarlos pero lo único que no puedes hacer es ignorarlos porque ellos cambian las cosas, empujan hacia delante a la raza humana y aunque algunos los vean como locos, nosotros los vemos como genios porque las personas que están suficientemente locas como para creer que pueden cambiar el mundo, son las que lo logran” (Anuncio de Apple – “Think Different 1997).
O dicho de otra forma, aquellos que su corazón funciona de tal forma que son capaces de tocar el corazón de otro son aquellos que hacen que las cosas cambien; que lo que quieren ocurra.
Es posible que se nos haya olvidado como pulsar el botón que nos da la fuerza, porque sólo cuando eres capaz de llegar al corazón de alguien, eres capaz de transformar la realidad.
